Por Av. Los Leones. Llegando al Aguilucho. En la vereda oriente. Hay un bazar. Busqué algún nombre entre tanta palabra anunciando lo que vendía. No lo encontré. Solo dice que es un bazar.
Es una casa antigua pintada rojo ladrillo, de aquellas que no tienen ante jardín. La puerta de entrada y su pequeño recibidor esta en medio de dos ventanas bien amplias que son protegidas por barrotes de seguridad. La que da al norte bloqueada con carteles, la que da al sur abierta de par en par. Entre los barrotes se ven repisas, artículos de oficina, máquina de helados, un mesón. En medio, un anciano. Corbata gris, camisa a rallas, chaleco café. Parece estar sentado. Mira en mi dirección. Pero no me ve. Tiene la mirada perdida.
Pasan unos 2 minutos, 4, 5 quizás. No se mueve ni un centímetro. No hace ni una mueca. De hecho no podría afirmar que respira. Está ahí. Con su corbata gris, camisa a rayas, chaleco café.
El semáforo da verde. Los coches que me preceden en la fila comienzan la marcha.
Y el anciano inicia lo que parece una tarea titánica. Gira su cuerpo. Lentamente y a tramos cortos y a pequeños esfuerzos. Se inclina hacia delante. Estira su brazo y recoge lo que deduzco es su bastón. Parece que intentará ponerse de pie.
Llegó mi turno, debo avanzar. No pude verlo de pie. Quería verlo caminar. Quería verlo lograr aquello, luego de todo el esfuerzo que creo realizó. Era irme sin ver el final de la historia. Perderme el desenlace. Salir del cine antes de que aparecieran los créditos.
No exagero, no llegue a estados de angustia, pero me era importante ver que pasaría. Me había vinculado. Me sentía partícipe. Era ver a mis abuelos. Era ver a mis padres algún día.
Era verme a mí.
Ponerme de pie, y caminar.
Hoy pasaré nuevamente frente al bazar. Es mi ruta de todos los días. Y trataré de verle nuevamente. Y sé que no será lo mismo. Pero bueno, soy curioso.